El Pícaro Sandoval


Por Narcisa Trujillo Vda. de Echanove

A principios del siglo XIX Mérida era una pequeña ciudad muy tranquila y apacible. Por ese tiempo era muy raro que algún ratero molestara a los confiados y pacíficos meridanos, que por toda policía nocturna tenían al sereno, a quien obsequiaban las familias con el desayuno. Con todo, de pronto empezó a hablarse de un ladrón llamado Sandoval, que robaba gallinas introduciéndose en las casas cuyas puertas hallaba abiertas y llevándose además, cualquier cosa que encontraba a mano.
En los barrios desataba el nudo que hacían en su puerta los vecinos al salir de sus casas, y se llevaba la ropa o las pequeñas economías. El ratero se había convertido en la pesadilla de todas las amas de casa que acostumbraban oír la primera misa a las cuatro de  la mañana y que salían de sus viviendas musitando oraciones.
Doña Brígida Barbosa iba invariablemente a esa misa. Una mañana, al salir de su casa, que distaba media cuadra de la Plaza Mayor, un hombre con aspecto humilde la saludó respetuosamente. No la sorprendió, pues era conocida de muchos pobres por caritativa.

- A dónde va usted tan temprano y tan sola Doña Brígida? - preguntó el hombre.
- A misa hijo, - respondió la señora.
- ¿Quiere usted que la acompañe?
- Mucho te lo agradezco - respondió doña Brígida -. Tanto más cuanto ese Sandoval nos tiene amedrentadas con sus fechorías. Yo te confieso, que no miedo sino terror le tengo a ese hombre,...
Las cuatro menos cuatro sonaron en el reloj de la Catedral. La señora y su cortés acompañante  cruzaban la Plaza Mayor sombreada por corpulentos laureles de la India. Limonarias, "damas de noche", y otras plantas tropicales embalsamaban el ambiente. El rumoroso canto de los gallos anunciaba la proximidad del día y la silueta de la Catedral, con sus esbeltas torres, se destacaba a la luz de las estrellas que comenzaban a languidecer ante los albores matutinos. Entre tanto, Doña Brígida contaba a su bondadoso acompañante todo lo que se decía de Sandoval, y así prosiguieron hasta cruzar el atrio y llegar a la puerta del templo.

- ¡Vaya, hijo, muchas gracias! ¿No entras a misa?
- No Doña Brígida - respondió el hombre;- pero ahora se dará usted cuenta de que Sandoval no es tan malo como se dice, pues yo soy el mismo, para servir a usted.
- ¡Para servir a Dios, hijito! - y perdona, pues yo solo te he dicho lo que he oído contar- respondió Doña Brígida temblando de miedo.

Y, tan rápidamente como se lo permitían sus años, penetró en la iglesia y no paró sino junto al altar mayor, pidiendo a Dios en fervorosa oración por que Sandoval no la Volviera a acompañar...

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